Un cuento de Navidad: "El abrazo del leproso"




Por Manuel P. Maza Miquel, S.J.


A los seis años comprendí qué era ser leproso, hijo de leprosos: no podía jugar con los demás niños, ni asistir a ninguna actividad con ellos. Nadie de mi familia inmediata jamás pisó la sinagoga. Vivíamos junto a otros impuros en unas cuevas, en las cercanías de Alexandreion, una de las fortalezas de Herodes, el Grande, en el lado occidental del Jordán.
Recién había cumplido los 14, cuando todos nos sobresaltamos con la llegada de una caravana capitaneada por unos astrólogos del Oriente. Subían a Jerusalén para preguntar en la corte de Herodes: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Vimos aparecer su estrella y venimos a adorarlo?”
Lo de la estrella ya lo habíamos notado Naomi y yo, en una de nuestras interminables conversaciones en las noches claras del mes de Jeshvan. La pregunta corrió de boca en boca. Entre nosotros, la respondió Samuel, un estudioso de las escrituras, que hubiera sido un gran rabino, si no fuera otro leproso. Con aire solemne sentenció: -Ese rey es el Mesías y debe nacer en Belén de Judea, como está escrito en el profeta Miqueas: “Tú Belén, en territorio de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe, el pastor de mi pueblo Israel”.
Desde esa hora urdí mi plan: me uniría a esa caravana, para ver al Rey-Mesías, tal vez quedaría limpio y sería simple y dichosamente, ¡otro joven más! Me defendí bien ante los ruegos de Mamá: -- Moshe, hijito, no te vayas. Te necesitamos. Ya tu Padre y yo no tenemos fuerzas para acercarnos a la carretera de Jericó a mendigar. Papá me suplicó así: —Eres el mayor de los jóvenes de nuestra comunidad. Los demás siguen tu ejemplo en el aprendizaje de la ley, la ayuda a los viejos y la fabricación de todo lo que necesitamos. — Más difícil fue la conversación con Naomi. No le pude mirar a su cara herida con sus ojos grandes y sus desafiantes 13 años: —¡Moshe, Moshe, ¿y entonces, quién me enseñará a leer? —
Nada alteró mi decisión.
Con un día de marcha, los de la caravana sabían de mi presencia. A gritos comuniqué mi plan. A gritos me pidieron que me quedara lejos. Ellos compartirían su alimento y su agua conmigo, con tal que yo dejase mi plato y mi vaso a 20 pasos, a la caída de la tarde.
Yo también sabía que un hombre joven nos seguía desde que dejamos Alexandreion. Me quiso intimidar. —Soy Zaquim, hijo de Rubén, el Sirio, hombre de confianza de Herodes y estoy armado.—Yo le sonreí y sólo le dije: — Mírame bien. Si te me acercas, no pelearé contigo, te abrazaré y habrá un leproso más en el mundo—
El mal comienzo se convirtió en alianza. En una comarca infestada de bandidos, me convenía el apoyo de un hombre armado. Zaguim, por su parte, no tenía comida, y yo le dejaba poner su plato cerca del mío. La joven sirvienta aceptó los dos platos. Se limitó a repartir la comida, siempre con su sonrisa afilada en la que me sonreía también Naomi.
—¿Qué buscas siguiendo la caravana? —le pregunté, en una extraña conversación íntima donde por la distancia casi nos gritábamos.
—Desde que oyó a los astrólogos, mi padre calculó el interés de Herodes por averiguar el paradero del rey recién nacido. Me ordenó seguirlos, así ascendería a un puesto mejor. Le supliqué que esperase la llegada de la caravana de Bagdad, en dos días. Con ella viajaba el papá de mi prometida. Concertaríamos la boda. Hasta me dio una bofetada por responderle, mientras me gritaba: —¡Idiota, saliste a tu madre. Sólo subirás alto en la ida pisando las cabezas de los que se compadecen. Ellos harían igual, si pudiesen!
¿Y tú, por qué sigues esta caravana? —Me preguntó, ya más sereno.
—Si el Espíritu reposa sobre este niño Mesías, me curará con sólo mirarme.
Zaquim nunca pensó entrar en Jerusalén montado en uno de los camellos de los magos. A la salida de Jericó, unos bandidos asaltaron la caravana. Él se unió a los criados en la defensa de los camellos con la carga. El asalto fracasó, pero Zaquim quedó mal herido en el pecho y la mano derecha. Los astrólogos lo montaron en un camello después de curarlo y vendar sus heridas. Zaquim y la estrella se habían ensombrecido.
El camino a Belén era una jornada corta y fácil, pero a la salida de una Jerusalén, alarmada por la pregunta de los magos, los camellos se desbocaron. Ya venían nerviosos por el asalto, y ahora, con la bulla del gentío que entraba a la ciudad por la Puerta de los Esenios, varios camellos asustados, corrieron sin parar hasta meterse por entre el humo fétido de la Gehenna del Valle de Hinnom, donde quemaban toda suerte de basuras, desechos, restos de animales y hasta cadáveres. Ninguno de los sirvientes de los magos se atrevió a entrar. Pero un leproso ya ha visto y olido todo y no puede contaminarse más. Saqué rápido a los tres camellos. Los magos me lo agradecieron, siempre de lejito. Al parecer valoraban esos camellos particularmente.
En menos de dos horas entrábamos en Belén. Con las averiguaciones de la tierra, y la estrella que reapareció en el cielo dimos con un establo de animales, metido en una cueva.
En la primera vigilia de aquella noche fría, mal dormía enrollado en dos mantas de los magos, dándole vueltas en la cabeza cómo este leproso lograría ver al Mesías.
—Moshe, Moshe, me sacudió una mano atrevida y una voz dulce.
Era la madre del recién nacido. No parecía importarle mi rostro marcado por la lepra.
—Moshe, ¡cuánto has hecho por los magos! Y así empezamos a conversar hasta pasada la media noche. La piedra en la que se sentaba estaba cerca y no tenía que gritarle. Le conté mi vida y mis proyectos. Al final me comentó mirándome a los ojos:
— ¿Y qué será de mi niño si tu lo tocas y él te abraza? ¿Y qué será de ti y de los tuyos, si Él te cura? ¿Podrías ser feliz olvidando a Naomi y los tuyos en una cueva de Alexandreion, tú que rescatas de la Gehenna a los camellos? Te toca esperar a que él crezca. Entonces, búscalo y cuando lo encuentres, te bastará decirle: —Si quieres, puedes curarme —Luego haz lo que Él te diga. Te prometo que cualquier leproso encontrará en él a un amigo.
Con el día, todos nos pusimos en marcha. Zaquím, conmovido por la compasión de los magos, les reveló la agenda oculta de su padre, y ahora me saludaba en la distancia, siempre desde un camello, hacia Bagdad, por otra ruta. María, José y el niño se fueron muy de madrugada en busca de la Vía Maris rumbo a Egipto. Yo enfilé hacia el norte, llevaba para mi familia, en una cueva de Alexandreion, una promesa y el abrazo de María al despedirse. Mi lepra me mordía menos, ahora que los ojos del niño me enseñaron a interpretar los de Naomi.

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